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La cultura de la cancelación (del inglés original cancel culture) designa al fenómeno extendido de retirar el apoyo moral, financiero, digital y social a personas o entidades mediáticas consideradas inaceptables, generalmente como consecuencia de determinados comentarios o acciones o por transgredir ciertas expectativas.

Un estudio realizado por Cathy J. Cohen, Matthew Fowler, Vladimir E. Medenica y Jon C. Rogowski en el 2017, los millennials son llamados «la generación woke». Somos conscientes e intentamos hacer que aquellos a nuestro alrededor también lo sean. Es en esta última parte, sin embargo, donde podemos apreciar los primeros vestigios del inconveniente central. Ninguno de nosotros tiene la potestad de decirle a los demás cómo tienen que actuar, qué tienen que pensar y a quién pueden apoyar. Mucho menos somos dueños de un poder que nos permita cancelar a todo aquel cuyo comportamiento no se corresponda con nuestros valores. Hay límites y debemos conocerlos.

Uno de los grandes problemas con la cultura de cancelación es que reduce la lupa con la que se pretende examinar las situaciones a un sistema binario: inocente -culpable, bien-mal o -en la jerga 2.0 woke- problemático. Esta última clasificación implica que aquellos que hayan cometido algún error a lo largo de su carrera, sin importar la gravedad de este, son incapaces de convertirse en personas conscientes o woke. El internet nos ha dado herramientas que nos hacen sentir como justicieros que deben responsabilizarse de castigar a quienes puedan ser catalogados como problemáticos.

«La vergüenza es un producto y la humillación publica, una industria», afirmó Mónica Lewinsky durante la TED Talk que dio en el 20 15 titulada El precio de la vergüenza.

Este tipo de comportamiento no solo es preocupante, sino que deja entrever que hay un problema mucho más grande que trasciende el simple hecho de acusar a X o Y de haber hecho esto o aquello. Hay quienes se benefician económicamente de estas acusaciones que dañan la reputación de otros casi de forma inmediata. Hoy en día los clics que este tipo de historias reciben también se traducen en dinero. Salvatore Scibona del New York Times concuerda con esto y llama «la revolución industrial de la vergüenza» a este monstruo frente al cual nos encontramos.

¿Quién soy yo para cancelar a esta persona? ¿Por qué cancelo a uno y apoyo al otro? ¿Es mi auto denominada perfección la que me permite juzgar a los demás sin ver mis propios defectos? ¿Estoy buscando una validación social al cancelar a la persona que todo el mundo está cancelando? ¿No sería doble moral si cancelo a alguien por hacer lo que yo hice alguna vez?

Lo que la Cultura de Cancelación ignora no es solo la complejidad del ser humano y la profundidad que existe detrás del «bien» o el «mal» (o siquiera la propia existencia cuestionable de estos dos términos), sino que ignora también la capacidad de aprendizaje, de enmendar nuestros errores y de crecer como personas. Todos vivimos deconstruyendo lo que alguna vez aprendimos, la única diferencia es que mientras nosotros lo hacemos en la comodidad de una casa y sin la exposición publica, los otros tienen que soportar críticas y ser juzgados por opiniones impopulares que reflejan la realidad en la que han sido criados y donde tal vez aún no se haya presentado una oportunidad de ampliar el panorama de pensamiento.



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