Durante los últimos días, he estado reflexionando sobre la terrible situación que está atravesando el país. Los homicidios por sicariato, ajustes de cuenta y disputas por dominio de territorio están sembrando el terror a nivel nacional.
He leído cientos de comentarios de personas con actitud propositiva, intentando buscar soluciones: sacar al ejército, reformar la policía, crear nuevas leyes, entre otras ideas. Son ciudadanos que, desde su entendimiento y conocimiento, intentan pensar en algo que funcione. Sin embargo, hasta el día de hoy, no hay una solución real. Y para mí, hay algo evidente: el Gobierno no está haciendo nada porque está involucrado.
La corrupción ha llegado a tal punto que todo se cae por su propio peso. No hay liderazgo, lo que hay es encubrimiento. Dina Boluarte es una cabeza que no guía; es una cabeza que permite, que facilita.
Me duele admitir que hoy todo esto sea tan descarado. Que policías y personas que deberían cuidarnos estén involucrados en los mismos crímenes que juraron combatir. Que mientras el Perú se desangra, el Gobierno no haga absolutamente nada. Es decepcionante ver que esto ocurre incluso en distritos declarados en emergencia, donde la seguridad debería ser prioritaria.
Esto no es algo que empezó ayer. Lo que vivimos hoy es el resultado de años y años de egoísmo. Años de pensar en uno mismo y no en el bien común. Años de querer sacar provecho a costa de los demás.
Nunca antes había visto tanta condescendencia con una autoridad inmoral y deslegitimada como lo es Dina Boluarte y sus ministros. Nunca antes había visto que un ministro se pronunciara de manera tan clasista, racista e inhumana y que, aun así, mantuviera su puesto. Nunca antes había visto que un ministro del Interior con más del 76% de desaprobación, permanezca en su puesto. Nunca antes había visto tantos escándalos que se pasen por agua tibia y sean perdonados en un Congreso dominado por alianzas como las de Keiko Fujimori y César Acuña.
Mientras seguimos discutiendo sobre la imagen de la Virgen María y nos indignamos porque “fue mal utilizada”, nos olvidamos de que en las calles, la verdadera fe y esperanza están siendo asesinadas. En un país donde la inseguridad reina, el único altar que parece quedar es el del miedo, y el único rezo que hacemos es para que nuestros seres queridos vuelvan a casa a salvo. Hemos convertido a Dios en un espectador de nuestra indiferencia y a la Virgen en una metáfora de lo que fuimos: un símbolo de protección que ya no puede contener el caos.
Según fuentes oficiales, solo entre el 1 y el 15 de enero se registraron 75 homicidios a nivel nacional. Un 35 % más que el año anterior. Esto significa que 5 personas pierden la vida cada día en el Perú y, en Lima, una diariamente.
Por regiones, estas cifras son aún más alarmantes: Lima (21), Callao (8), La Libertad (7), Ica (5), Piura (5), Madre de Dios (4), entre otros.
El informe de percepción de inseguridad ciudadana del INEI para 2024 incrementó de 82.6 % a 86.1 %. Más del 75 % de la población vive con miedo al salir de su hogar. Y según datos de Verisure, el 28 % de los peruanos no se siente seguro ni siquiera dentro de su propia casa.
Esto no es solo un problema de criminalidad. Es un reflejo de lo que hemos permitido como sociedad. Es la consecuencia de ignorar, de normalizar y de mirar hacia otro lado. ¿Hasta cuándo?