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Hace poco tuve una conversación curiosa con un taxista, que transcribo literalmente:

—Buenas tardes señor, el código es XXXX 

—Gracias, ¿hay tráfico no? 

—Ah no sé, ¿será porque hay paro o algo? 

—Nooo, solo tráfico. Igual esos del paro son comunistas terrucos con pensamiento de hambre, pensamiento de pobreza. Vagos que no hacen nada y que solo quieren llegar al poder a robar. 

—Perdón, ¿el paro no es por las extorsiones y por el reclamo a una seguridad ciudadana eficiente? 

—Nooo, a estos comunistas no les importa si matan o no matan choferes, no les importan los maricones, las mujeres, los derechos… ellos se agarran de las matanzas y hacen su paro. 

—¿Pero el paro no lo están haciendo los transportistas? ¿O solo los choferes de buses y las líneas de transporte? 

—Noooo, así tal vez al inicio, pero ahora todos ellos son dirigentes que fijo se van a lanzar a la política, para robar, para hacer hambre. Son comunistas terrucos que quieren hacer caos y desorden.

Aquella conversación en el taxi me dejó pensando en cómo, en el Perú, solemos reducir problemas complejos a frases que ya tenemos aprendidas. Es más fácil etiquetar que escuchar; más sencillo repetir consignas que detenernos a pensar en lo que realmente está pasando.

En vez de hablar de la inseguridad o de la responsabilidad del Estado frente a la violencia, la conversación se desviaba hacia un enemigo difuso: “los comunistas, los terrucos”. Al final, se trata de un recurso que simplifica el conflicto, que nos da un culpable inmediato aunque ese culpable no explique nada. Y mientras tanto, lo esencial —el miedo de los transportistas, la extorsión, la falta de respuestas— queda en segundo plano.

Esa es quizá la parte que más me duele: cómo hemos normalizado la estigmatización. Una protesta ya no se entiende como un reclamo legítimo, sino como sospecha de vagancia o terrorismo. Una agenda de derechos es vista como un disfraz de intereses ocultos. El concepto de “diálogo” se convierte en un campo de batalla de etiquetas, de adjetivos, y no de razones.

Pero esas palabras no nacen en un taxi ni mueren ahí. Son ecos de discursos que circulan en medios, en la política, en las redes, y que poco a poco van moldeando la forma en que nos vemos entre peruanos: como bandos irreconciliables, no como ciudadanos con problemas comunes.

Quizás lo más difícil sea atrevernos a escuchar sin prejuicios.  Quizás el verdadero reto no sea ganar una discusión, sino atrevernos a preguntar sin miedo, a escuchar y a reconocer en el otro no un enemigo, sino un espejo. Porque el Perú que se construye en la calle, en un taxi o en una plaza, será el mismo Perú que llevemos a las urnas y a nuestra vida cotidiana.