Hoy reflexioné sobre las declaraciones recientes del ministro de Educación, Morgan Quero, respecto a las muertes durante las protestas contra el régimen de Dina Boluarte. Esto no es nuevo, y probablemente tampoco será la última vez que provoque indignación.
Morgan Quero, el mismo que en junio afirmó que las agresiones sexuales a niñas awajún eran una “práctica cultural que lamentablemente ocurre en los pueblos amazónicos”, vuelve a demostrar que su visión del mundo está lejos de ser empática o reflexiva.
En el Día de los Derechos Humanos, una periodista le preguntó sobre el silencio del Gobierno ante los fallecidos en las protestas tras la caída de Pedro Castillo. Su respuesta fue tan escalofriante como directa: “Los derechos humanos son para las personas, no para las ratas”.
Esta frase, más que una opinión, es un retrato del vacío moral que predomina en ciertos espacios de poder.
Es curioso observar el currículum de Morgan Quero. Ha pasado por ministerios clave como Cultura, Producción, Educación y Desarrollo e Inclusión Social. Ha sido asesor en el Ministerio de Defensa, director del CAEN, investigador, docente universitario y autor de publicaciones sobre Perú y América Latina. Posee títulos de instituciones prestigiosas: una licenciatura en Ciencia Política de la Universidad de Grenoble, una maestría en la Universidad de París Panthéon-Sorbonne y un doctorado en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM.
Y, sin embargo, su pensamiento es pobre.
Es pobre porque, a pesar de sus logros académicos y de haber ocupado cargos clave en sectores que requieren una comprensión profunda de la diversidad cultural y los derechos humanos, sus palabras evidencian una desconexión preocupante con los valores fundamentales de empatía, respeto y humanidad.
Es pobre porque reduce algo tan complejo como los derechos humanos a una declaración cargada de desprecio y deshumanización, olvidando que estos no son un privilegio, sino una base ética universal.
Es pobre porque, con todo su conocimiento, demuestra una visión limitada que no trasciende el marco académico y no se traduce en acciones o discursos que contribuyan al bienestar de la sociedad.
Es pobre porque su perspectiva carece de coherencia ética, de responsabilidad social y, sobre todo, de la sensibilidad necesaria para liderar en un país tan diverso y complejo como el nuestro.
Tanta preparación académica, tanto acceso a cargos estratégicos, y tan poca humanidad. ¿De qué sirve una maestría o un doctorado si tu visión sobre la vida y las personas está tan limitada? ¿Cómo es posible que alguien con esa formación y experiencia pueda pronunciarse de manera tan desalmada sobre algo tan básico como los derechos humanos?
Estas palabras nos invitan a reflexionar sobre algo más profundo: la desconexión entre los títulos y las acciones. ¿En qué momento los conocimientos dejan de ser una herramienta para el cambio y se convierten en simples cartones? En tiempos como este, nos urge recuperar la coherencia entre lo que somos, decimos y hacemos.